Ojalá pueda salvarme de tus ojos marrones habitando la nada. No sé si cumplo mi labor de espionaje con la severidad y el cuidado que se precisa en estos casos. Adivino tus gametos y mis cromosomas en la ópera del milagro. Mis anotaciones crecen y se multiplican día a día; descubro con goce que tu psique se mantiene despierta y estable, sin tendencias suicidas ni bipolaridad exagerada. Sueño con tus labios presagiando humedad en las vias de falopio y con tus manos batiendo los soles de una patria rítmica y azulada en los costados. Acabo de llegar a la penúltima generación que te precede: motricidad superior a la media, niveles de instrucción universitaria y tres doctorados con menciones honoríficas en la facultad de filosofía y letras. Creo que comienzo a extrañarte en los mediodías de Parque Patricios; me gusta que me sorprenda tu cuello seductor y tu sonrisa de hombre libre (en esos momentos hasta podría perdonar tu delirio por las obras de Ecco) Tengo que ser un poco más exhaustiva con mis métodos de investigación, no estoy segura de haber manejado con objetividad la histeria conversiva de tu abuela paterna o la doble personalidad de José Carlos, el bisabuelo catalán. Amanecí tejiendo un palmo de caricias sobre tu espalda, mis dedos son brújulas hedonistas que conjugan los avatares de tu cuerpo; me gustaría hablar de un refugio frente a la playa -solos en el universo danzarín de los paisajes tropicales- o de flores macedónicas en una cama que levitara apetitos y celos. No puedo esperar más, el tiempo vuela y sube la temperatura de mis óvulos. Eres el donante elegido por mi razón impura; necesito la cumbre inapelable de tu semen, el aperitivo de tus costillas adánicas y el onírico peso del alma que destierra el pánico en el mundo. Ojalá no pueda salvarme de la complicidad de tu sangre fertilizando mis utopías.